A mis doce años lo normal era que me gustara salir con mis amigos, chicos con los que podía salir a vagar por la calle, jugar fútbol en el parque o, en algunos casos, alguna mataperrada. Pero a los doce años uno nunca decide lo que quieres hacer en una tarde determinada. Mi madre entró a mi cuarto aquella mañana y me dijo que en la tarde me iba a llevar a la casa de su amiga, Susana Arrocén, para que pasara la tarde jugando con mi prima se llamaba claudia, Claudia, de mi misma edad. Yo le dije a mamá que no quería, que Claudia Arrocén era una niña boba y que me aburría solo la idea de pasar una tarde jugando juegos tontos con ella. Mi mamá me dijo, molesta, que eso a ella no le importaba un rábano, que igual iría y que si me negaba ella tenía sus modos de convencerme. Recordando que mi madre estilaba darme nalgadas cuando me comportaba mal, preferí hacerle caso. Me dijo que me bañara, que me pusiera mis shorts azules, mis calzoncillos blancos y una polera roja. Refunfuñando subí e hizo lo que me ordenó.
A las tres de la tarde estaba camino a casa de los Arrocén. Mi madre me dijo que Claudia era una buena chica, estudiosa e inteligente, y que me haría mucho bien salir con ella. Yo la miraba poniendo los ojos en blanco y sin hacerle caso, como solía hacer cuando me daban órdenes. Llegamos a la casa a la media hora. Nos recibió la señora Susana, muy amable, quien nos hizo entrar a la casa y nos sirvió unos refrescos. Llamó a Claudia para que bajara. Lo hizo inmediatamente, bajando las escaleras dando brincos. Era una chica de cabello rubio, muy blanca, de ojos celestes, algo llenita, de piernas robustas y un trasero gordo y que temblaba cuando caminaba. Ese día se había puesto un vestido corto de color azul que apenas si le cubría la mitad de los muslos, unas medias blancas hasta los tobillos y unos zapatos de charol negro. La señora Susana nos pidió que subiéramos al cuarto de Claudia a jugar mientras ella hacía té y galletas con mamá. Rezongando acepté, siguiendo a mi amiga forzosa.
Dentro de su cuarto solo había, como era de esperarse, juguetes de niña: hula-hulas, muñecas, casas de muñecas, juegos de maquillaje y cosas parecidas. Claudia se sentó en la cama y me propuso jugar un juego de mesa. Bueno, me dije, no hay nada mejor que eso en esta casa. Los juegos de mesa estaban colocados en una repisa sobre la cama de Claudia. Se subió sobre la cama y se empinó para alcanzar uno, ocasionando que el vestido se subiera y exhibiera buena parte de su rechoncho trasero. Este estaba cubierto por unos calzones blancos de algodón que se extendían por todas sus nalgas, ideales para una chica rellenita como ella... me sonreí cuando los tuve a la vista y se me ocurrió que podía divertirme un poco con mi amiguita. Le dijo que jugáramos damas chinas, y que por cada partida ganada el perdedor debía cumplir un castigo. Claudia aceptó acercándome el tablero, sin saber que en la escuela había ganado durante tres años el torneo de damas chinas que se celebraba antes de vacaciones. Yo era casi invencible, y sabía que mi contendiente en esta ocasión sería presa fácil.
Así fue. A los cinco minutos le había ganado la primera partida sin dificultad. Le dije que tendría que cumplir el castigo que yo le dijera. Ella asintió, pensando que la obligaría a cantar o a bailar. Pero, en cambio, le dije: “quiero que te pares de manos, apoyándote en la pared, durante dos minutos”. Ella se sorprendió y musitó: “pero si hago eso se me van a ver los calzones”. Yo le dije que ella lo había prometido antes de jugar y que si no cumplía, ya no iba a jugar más con ella en toda la tarde y que iría a decirle a su mamá que no estaba tratando bien a sus invitados. Con esa burda treta Claudia no tuvo más remedio que hacer lo que le decía. Se apoyó en la pared y se paró de manos. Su corto vestidito azul cayó rápidamente sobre su cara. Sus calzones blancos ahora sí se mostraban en todo su esplendor: eran de algodón, con unos pequeños encajes en los bordes de las piernas, y un lacito rosado en el frente. Los observé detenidamente, con una media sonrisa, mientras Claudia se sonrojaba, indefensa, de cabeza.
Luego de los dos minutos le dije “ahora juguemos una partida más”. Esta vez Claudia se esforzó, pero a los ocho minutos le estaba ganando de nuevo. Ella suspiró, derrotada: “¿y ahora qué debo hacer?”. “Muy fácil, tienes que quitarte los calzones y ponerte los que yo escoja de tu armario”. Ella se negó airada: “Eso no, no me voy a quitar los calzones frente a ti”. Yo le dije que si quería podía utilizar la puerta del armario como biombo. Resignada, eso fue lo que hizo. Se quitó los calzones blancos oculta tras la puerta y los escondió debajo de su almohada. Yo comencé a buscar el cajón donde guardaba su ropa interior, hasta que lo encontré, y saqué unos calzones igual de grandes que los otros, solo que de color amarillo y con un gran corazón en el trasero. Se los extendí para que se los pusiera, cosa que hizo rezongando, intentando no mostrarme las nalgas mientras los subía por sus muslos. Luego de que estaba con los calzones que le había seleccionado, jugamos una tercera partida.
Esta fue más rápida que las anteriores: a los tres minutos la había vencido sin dificultad. Ella, que ya se sentía algo humillada, me miró y me preguntó con los ojos qué era lo que debía cumplir ahora. Yo me sentía poderoso, dueño de su destino, absolutamente impune sobre las decisiones que tomara sobre Claudia, y eso terminaría siendo mi perdición. Pero en ese momento solo pensaba en demostrar mi poder.
Le dije que se doblara apoyando las manos sobre la cama, cosa que hizo lentamente. Apenas estuvo en esa posición, me puse detrás de ella y le levanté el vestido, dejando ver sus calzones amarillos y el gran corazón rojo en el trasero sin dificultad. Ella se estremeció cuando hice eso, pero no dijo nada. Luego de mirar a mis anchas su trasero rechoncho, le bajé los calzones hasta la mitad de los muslos. Solo dio un leve gemido sus piernas temblaron. Le dio tanta vergüenza que hasta sus nalgas se pusieron rojas del bochorno, cosa que disfruté. Entonces tomé un cepillo de su escritorio y le endilgué diez nalgadas, cinco en cada uno de sus pompas. Luego lo solté y me comencé a reír de mi travesura. Claudia se quedó dos segundos en esa posición mientras lloraba de dolor. Luego se subió los calzones y, llena de rabia, bajó raudamente las escaleras. Entonces me dejé de reír: sospeché lo que iba a pasar y me di cuenta de que se me había pasado la mano. Antes de que pudiera reaccionar, Claudia había regresado con mi madre y la suya detrás. Las tres tenían cara de estar muy, muy molestas. Yo ni siquiera podía musitar palabra: estaba seguro de que esta vez no me iba a librar tan fácil.
-Así que crees que puedes hacerle pasar un mal rato a Claudia y que no vamos a tomar cartas en el asunto –dijo, muy severa, la madre de Claudia, con los brazos cruzados.
-Pero por supuesto que la pagará –dijo mi madre, tranquila, pero muy seria- ahora me lo llevaré a casa y mañana nos tomaremos el té con galletas que habíamos tenido que tomarnos hoy. Lo tomaremos con algunos cambios por este incidente.
Ya le contaré en mi siguiente carta lo que ocurrió luego.
Saludos,
Carlina
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