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Diario de José Ricardo I (Por Dani).



Esta historia tiene su comienzo a principios de los años noventa. José Ricardo, quien acaba de cumplir doce años, ha ido con su madre al centro comercial del suburbio residencial donde viven, a comprar ropa nueva para el año escolar. El lugar donde se domicilian queda a las afueras de la ciudad a casi una hora y media del centro. Es una urbanización poco poblada, de grandes terrenos baldíos, por donde circulan muy pocos autos, solo algunos camiones de carga y camionetas que se dirigen al valle cercano para hacer turismo. Por eso, José Ricardo y su madre no reciben a mucha gente, pues casi nadie se anima a ir para allá muy seguido. Antes habitaban un bonito edificio en el centro, pero cuando el padre de José Ricardo murió repentinamente, cinco años atrás, por un paro cardiaco, la madre decidió mudarse a ese sitio apartado y tranquilo.

         La casa de José Ricardo es de dos pisos, amplia, con un gran jardín y una gran piscina en forma de riñón. Tiene además dos perros pastores alemanes más juguetones que peligrosos. Para la familia trabajan dos hermanas: la mayor se llama Socorro, y tiene veinte años. Es delgada, pequeña, de pelo negro y carácter muy serio. La menor es Ana, quien es más alta y formada, robusta y de ánimo más asequible. Ambas llegaron hace dos meses a esa casa para limpiar las habitaciones, lavar la ropa, cocinar y planchar. Ambas provienen de un pueblo de la sierra. Han trabajado en otras casas antes y tienen mucha experiencia al respecto. La madre les brindó dos uniformes azules con aplicaciones blancas en las mangas y en las bastas. Se ven así muy organizadas, limpias y formales.

         Pues bien, ese día José Ricardo y su mamá han ido a comprar ropa para el colegio y para renovar su guardarropa. El pequeño problema es que José Ricardo está convencido de que su mamá es demasiado sobreprotectora con él y que desde que murió su padre sigue tratándolo como un niño de siete años. Por ejemplo, le ha comprado cinco camisetas de cuello de colores amarillo, rojo, azul y blanco, así como dos a rayas. No le gusta que su niñito use camisetas de colores fúnebres como el negro o con estampado de esas bandas de satánicos, drogadictos y desadaptados. También le ha comprado cinco pares de pantalones cortos. José Ricardo cree que son demasiado cortos para su edad (apenas si llegan un poco más allá del nacimiento de las piernas). Son de los mismos colores, pero añade dos pantalones cortos de jean de la misma longitud. Encima, compra diez pares de medias, blancas, amarillas y rojas, hasta la rodilla.

         Pero el momento de mayor desolación para José Ricardo es cuando debe acompañar a su mamá al área de ropa interior. No solo tiene que pasar por la vergüenza de que su mamá esté a su lado eligiendo algo tan íntimo como sus calzoncillos, sino que no tiene ninguna potestad de dar una opinión al respecto. Para su mamá, Marisa, José Ricardo es un niño pequeño y ella sabe bien qué calzoncillos son los indicados para cubrir su redondo y respingado trasero. Por eso escoge diez calzoncillos: cinco son blancos tipos jockey, bien entallados. Los otros cinco son más humillantes: uno es rojo y tiene en la parte delantera el dibujo de una fresa; el segundo es amarillo y tiene en el frente el dibujo de una flor; el tercero es morado y exhibe en su delantera el dibujo de un payasito; el cuarto es naranja y en la parte del frente lleva un dibujo de un trencito (y en la parte trasera dice “chu-chuuu”, en letras negras). El quinto es el peor: es de color rosado y en el frente hay un dibujo un corazón rojo.

“Mamá, no puedo usar estos”, se queja José Ricardo. “Parecen calzones de niñas. El rosado, las flores y los corazones no son cosas de niños”.

“Tonterías, mi amor” repone su madre, “Acá en la etiqueta dice que son calzoncillos. Ese tipo de divisiones es de otra época. No tiene nada de malo que un niño pequeño use un calzoncillo rosado”.

José Ricardo se abochornó cuando su mamá le dijo que era un niño pequeño. Era casi un preadolecente, caramba: ¿no podía tratarlo como tal? Regresan a su casa con ese cargamento de ropa para que pueda usarla buen tiempo. José Ricardo se resigna: total, no sale mucho de esa casa y los calzoncillos son para ser ocultados. Si nadie los ve, nadie sabrá que su mamá le obliga a ponerse esos calzoncillos de niño pequeño y afeminado. Cuando ingresan a la casa, Marisa le ordena que se ponga su ropa nueva para ver cómo le queda. Mamá, se queja él, quiero jugar videojuegos, no modelar mi ropa ahora. “Marchando” le obliga ella. José Ricardo no tiene más remedio que obedecer si no quiere acabar en el regazo de su mamá con los calzoncillos en las rodillas, y bien nalgueado, como su mamá hace con él cuando no cumple sus preceptos.

“Espera” dice la madre antes de que José Ricardo entrara en su cuarto a cambiarse. “Yo te escogeré la ropa”. La madre le quita las bolsas de las manos y le elige una camiseta a rayas rojas y amarillas, un pantalón corto amarillo y unas medias rojas hasta la rodilla. “Esto combinará muy bien”. José Ricardo no protesta. Pero tiene ganas de hacerlo cuando su mamá añade a su tenida los calzoncillos color naranja de trencito.

Mientras José Ricardo, avergonzado, se encierra en su cuarto para cambiarse, Marisa se dirige a la cocina para servirse un jugo de naranja. Ahí están Ana y Socorro haciendo la cena. Marisa las saluda. “Señora, cómo está”, contesta. “Bien. Vengo de comprarle ropa a Josecito. Le he comprado pantalones y calzoncillos muy bonitos”.

Ana y Socorro intentan no reírse. Saben que Marisa trata a José Ricardo como a un bebé grande, y cuando ella no está presente se burlan de él. Cuando él amenaza con acusarlas con su mamá, Socorro replica: “¿Y a quien crees que le hará caso, a dos mayores de edad o a un niño de doce años que aún usa pantalones cortos y su mamá le da nalgadas cuando se porta mal? José Ricardo entonces baja la cabeza llena de vergüenza y se retira. Lo que dicen es cierto, cuando José Ricardo hace alguna travesura o desaprueba algún curso del colegio, su madre le ordena que vaya a su cuarto y cierra la puerta. Ellas pueden escuchar muy bien el ruido de los palmazos en las nalgas desnudas del chico y sus gritos de dolor, mezclados con sus súplicas. “Señora qué bien. ¿Y qué le ha comprado al nene?” preguntó, muy seria, Ana. “Ya verán, se está cambiando en su cuarto.” E inmediatamente grita hacia la zona de las habitaciones: “José Ricardo, ven a la cocina”. 

José Ricardo no quiere ir. Está mirándose en el espejo de su cuarto y lo que ve es a un niño ridículo vestido de amarillo y rojo, con unos pantaloncitos que apenas si cubren sus calzoncillos abochornantes. “Mamá, por favor, no me hagas esto”. Marisa responde desde la cocina: “Si no vienes, te haré vestir con tu pijama rosa de conejito. ¿Quieres venir acá con tu pijama de grandes orejas y rabito de algodón?”

Las dos empleadas ahora no pueden evitar reír. Una vez Ana encontró, mientras disponía la ropa limpia en los cajones de José Ricardo, ese pijama rosa de una sola pieza con un cierre en el pecho y pantuflas a juego, y se lo mostró a su hermana. “Parece un pijama de un nene de cuatro años”, se carcajeó Socorro. Pero nunca habían tenido la oportunidad de vérselo puesto. ¿Lo habría llevado puesto antes que ellas llegaran? No lo sabían. Pero la posibilidad de verlo vestido así era algo que anhelaban para burlarse de él de todo corazón.

José Ricardo, sin escapatoria, entró a la cocina con su camiseta de rayas, su pantalón corto y sus medias hasta la rodilla. Su cara reunía toda la mortificación del mundo. Marisa solo pudo exclamar “qué lindo te ves. Eres una lindura”, mientras que Ana y Socorro se tapaban la boca para no estallar a carcajadas. Se le veía como un niño de ocho años, solo le faltaba su gorrita con hélice para que todo estuviera a juego. Socorro no resistió meter su cuchara: “Señora, Josesín se ve realmente muy lindo. Me encantan sus shortcitos y sus medias tan coloridas. ¿No había dicho que también le había comprado calzoncillos? ¿Lleva puestos sus calzoncillos nuevos?

José Ricardo la miró, negando con la cabeza. Le parecía increíble que se estuviera conversando sobre sus interiores en esa cocina, como si no estuviera ahí o como si tuviera cinco años. “Claro que sí, Socorro. Ahorita te los muestro”, dijo Marisa. Antes de que José Ricardo pudiera reaccionar, su mamá le dio la vuelta, lo dobló, le bajó sus pantaloncitos, jalando con un ademán el elástico de la cintura, y así Socorro y Ana pudieron ver sus calzoncillos naranjas chú -chuuu. José Ricardo sentía que sus nalgas enrojecían de vergüenza mientras lo mantenían en esa pose indigna. “Ay, que tiernos sus calzoncillitos, con trenes, es todo un niño de su mami”, dijo Ana, fingiendo emoción, mientras su mamá asentía orgullosa. José Ricardo, con la cabeza en las rodillas, murmuraba “Mamá, por favor, no es justo”. “Ay, Josesito, si ellas igual van a ver tus calzoncillos cuando los tengan que lavar”. “Así es, señora, y la verdad que son los ideales para él. Los boxers son para niños grandes y él no lo es aún”, dijo Ana mientras miraba con sorna a José Ricardo, que ya estaba erguido y subiéndose los pantaloncitos. Él le devolvió una disimulada mirada de odio. Marisa no se daba cuenta de los gestos subliminales entre sus empleadas y su hijo. “Claro, señora. Nosotros felices de lavar los calzoncillos de Josesín, aunque a veces no se limpie bien el traserito al ir al baño y los manche un poco”, acotó Socorro. José Ricardo ya no soportaba más. Se sentía realmente humillado y su madre no lo notaba. Ella había estancado su madurez de pronto, como deseando que no creciera, como si tenerlo y tratarlo como si tuviera siete u ocho años le consolara por la pérdida de su esposo. Lo vestía, lo acompañaba a veces al baño cuando se sentía mal, le tomaba de la mano al cruzar la calle, etcétera. Le permitió irse a mirar la tele mientras terminaba de conversar con Ana y Socorro. El se fue corriendo, feliz de terminar con esa tortura.

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