A la mañana siguiente, José Ricardo despertó con dos sensaciones mezcladas: el feo recuerdo de lo que ocurrió en la cocina, cuando su mamá lo agachó y le bajó sus pequeños shorts infantiles para mostrarle a las empleadas, esas corrientes, sus calzoncillos naranjas con ridículos dibujos de trencitos, y una calentura que sintió en su frente, en los muslos, en la boca reseca. No se podía mover, apenas si se acurrucó mientras temblaba por un repentino frío. Estaba enfermo, sin duda. Espero que su mami llegara para que hiciera algo por él. Ella fue a ver por qué no se levantaba casi una hora después, a las ocho y media. “¿Qué pasa, Josesín?”, preguntó Marisa. “Me duele la cabeza y el cuerpo, mami. Creo que tengo fiebre”. Marisa salió y regresó al cuarto con un termómetro en la mano, que José Ricardo reconoció inmediatamente.
“Mamá, ese es un termómetro rectal”, dijo, incorporándose con dificultad, “ya estoy grande para eso. Mis amigos y amigas usan termómetros en la boca. Los termómetros rectales son para niños pequeños”.
“Tonterías, mi amor. Tú aún eres un pequeño niño, y está bien que sea así”, dijo la madre destapándolo. “Dale, sé un buen chico y bájate los pantalones”.
“Nooo”, gritó José Ricardo mientras saltaba de la cama e intentaba llegar a la puerta. Pero para su mala suerte ahí estaban Socorro y Ana, ya con los mandiles puestos, obstaculizando su salida. Lo atraparon de las manos y los pies y lo devolvieron a la cama. No fue complicado para ellas porque José Ricardo era un chico muy pequeño, el más bajito de su clase. Socorro puso una toalla sobre otra y en el centro dispuso al niño, para después bajarle de un tirón los pantalones de pijama a rayas.
“Vaya con este niño y sus calzoncillos de trencito”, pensó Ana, mirándolos un rato. “Si en mi barrio te vieran con esto, terminarías colgado de un poste de tu misma ropa interior y con el trasero pintado de verde”. Luego le bajó los calzoncillos. Como su estómago estaba dispuesto sobre las toallas, tenía el trasero levantado y desnudo, en pompa. José Ricardo lloraba de la rabia y la vergüenza. Su mami empapó el termómetro con un poco de vaselina y lo introdujo en su hoyito, separando previamente sus nalguitas rosadas con los dedos. José Ricardo sabía que todas las miradas estaban centradas en su ano, y eso hizo que sintiera haber sido despojado de toda dignidad. Era todo un niño pequeño que para todos los efectos no tenía los doce años que contaba.
Ana y Socorro miraban la operación fingiendo mucha solemnidad, pero por dentro gozaban cómo ese niño engreído era tratado como se merecía. Desde que llegaron a trabajar a esa casa lo habían considerado como un bebé grande, llorón y perezoso que las miraba como a unas pobres sirvientas, a las que daba órdenes como un idiota con poder. El tiempo había cambiado las posiciones entre ellos y ahora ellas lo estaban disfrutando. Luego su mamá sacó el termómetro y limpió con un pañito el trasero de su hijo manchado de esa grasa transparente. “Treinta y ocho y medio”, dijo la madre mientras le subía los pantalones a su hijo y lo acostaba. Sí, se siente mal, pero yo debo ir hoy a una reunión de trabajo en la ciudad. “¿Chicas, lo pueden cuidar y atender mientras yo no estoy? Regresaré en la noche, antes de la cena.” José Ricardo quiso protestar: esas tipas eran unas arpías, no podía dejarlo con ellas, menos desvalido por los rigores de la enfermedad. Pero era tanta la degradación que había sufrido al ser visto recibiendo un termómetro en el trasero, que ni siquiera podía emitir palabra. “Por supuesto, señora”, dijo Socorro, que solía hablar por las dos, “Nosotros cuidaremos con mucho cariño a Josesín y lo trataremos como el niño inquieto que es”. José Ricardo hubiera querido ponerse de pie y darle una patada por sus burlas soterradas, pero estaba virtualmente paralizado sobre la cama. La madre agradeció la desinteresada ayuda de sus empleadas, se bañó, se maquilló, se vistió raudamente y salió rápidamente hacia la ciudad.
José Ricardo estaba echado en su cama, cubierto con las sábanas hasta el pelo, a merced de las dos empleadas de la casa. Pero en las primeras horas lo trataron con bastante diligencia: le llevaron algunas pastillas para el dolor, leche con galletas de avena, las que cuesta menos tragar, y un poco de dulce de leche para que el sabor amargo de la boca seca se le pasara un poco. Pensó que se había estado preocupando innecesariamente, hasta que a las once de la mañana las dos entraron de súbito. Ana le dijo que hacía mucho calor y que seguramente tenía todo el pijama sudado. Había que cambiarlo. “Yo me puedo cambiar solo”, dijo José Ricardo, agarrando con fuerza el borde de las sábanas. “Tu mamá no nos ha dicho eso”, repuso Ana, acercándose a él y destapándolo, “estás muy enfermo y necesitas que te cuiden. Nos ofrecimos a eso y lo haremos”. Dicho esto, empezó a quitarle la camiseta del pijama. Ana había abierto el cajón de su ropa interior, donde su madre había colocado sus calzoncillos nuevos. Ella tomó los rosados con el corazón rojo y los extendió entre sus dedos, mostrándoselos. “Qué bonitos tus calzones nuevos”, exclamó.
“No son calzones, son calzoncillos”, gimoteó José Ricardo, sintiéndose completamente vejado. Ana, como toda respuesta, poniendo cara sarcástica, sacó y exhibió sus calzoncillos amarillos con el dibujo de la flor. “¿Y estos también son calzoncillos de niño?”. Las dos rieron mientras José Ricardo se ponía a sollozar. No tenía argumentos, estaba completamente derrotado. Su madre no lo veía ni siquiera como a un niño, a un hombrecito, sino como un pequeño indistinguible de una niña que no podía cuidarse solo, que podía ser vestido con calzoncillos que parecían ropa interior de nena y cuya temperatura debía ser medida rectalmente. Era el hijo de la dueña de la casa, pero su situación ahora era inferior a las de las empleadas del hogar. Terminó completamente desnudo, sentado sobre la cama, cubriendo sus partes privadas con las manos. Socorro le tiró los calzoncillos rosados y le ordenó que se los pusiera. José Ricardo lo hizo con prisa, para cubrirse de las miradas de sus captoras.
Ana sabía muy bien lo que quería hacer desde antes que Marisa saliera para su trabajo Fue hacia un preciso cajón de la cómoda de José Ricardo. Lo abrió y sacó el pijama rosa de conejito por el que tanto había estado aguardando. Cuando José Ricardo lo vio sólo pudo gemir. “No puedo usar eso, ya no lo uso, ya estoy muy grande para ese pijama”, Socorro replicó que su mamá no les había había dado ninguna orden en contra de usar ese pijama y por lo tanto sería el que iba a usar y que sería mejor que no se opusiera porque si no las cosas iban a irle bastante peor. La amenaza funcionó, porque José Ricardo, resignado comenzó a ponerse en pijama que era más bien un mameluco que le cubría por entero las piernas y las manos. Al final se puso la capucha con orejas de conejito. La parte trasera del pijama tenía una abertura de forma cuadrada, sostenida por dos botones. José Ricardo la conocía muy bien: servía para que cuando tuviera ganas de ir al baño no fuera necesario quitarse el pijama entero, sino simplemente abrir la abertura, bajarse los calzoncillos y hacer lo que tenía que hacer en el inodoro. Cierta noche, un par de años atrás, su mamá lo acompañó al baño a medianoche porque sufría de una diarrea que era explosiva. Tenía puesto su pijama de conejito rosa. Su mamá misma le abrió la abertura, le bajó los calzoncillos, dejándole las pompis al aire, lo sentó en el inodoro y espero a su lado mientras él hacía popó. A José Ricardo no le gustaba recordar esas cosas, pero cada vez que veía esa abertura era inevitable que los recuerdos surgieran.
A las cinco de la tarde José Ricardo despertó. Alguien le había puesto sobre la mesa de noche una bandeja con pollo frito arroz y sopa de verduras, pero no podía tomar bien los tenedores porque sus manos estaban cubiertas por la felpa rosa de su pijama. Así que Ana tuvo que darle de comer en la boca hasta que acabó con los dos platos. Luego José Ricardo manifestó que tenía que ir al baño, no lo había hecho en todo el día. Socorro se mostró de acuerdo y junto a su hermana lo trasladó hasta el baño de la segunda planta. José Ricardo dijo que él podía encargarse solo, con la puerta cerrada. de hacer lo que tenía que hacer, pero Ana y Socorro no estuvieron de acuerdo. Desabrocharon la abertura de su pijama, bajaron sus calzoncillos rosados y lo depositaron sobre el inodoro. Tuvo que hacer caca frente a las dos empleadas, queriendo solamente que eso acabara de una vez.
“¿Ya terminaste de hacer tu dos, pequeñito?”, preguntó Socorro, mientras le entregaba un rollo de papel higiénico. José Ricardo, refunfuñando, quiso contestarle con agresividad, pero un sonoro pedo emergido de su trasero lo interrumpió. Las hermanas se mataron de risa. La verdad es que un niño con un pijama rosa, unas orejas largas que le caían sobre la frente y defecando frente a dos adolescentes no imponía mayor respeto. “José Ricardo, límpiate bien el potito para que no te manches tus lindos calzones”. “No son calzones” insistió José Ricardo, “son calzoncillos”. “Como sea”, dijo Ana, “no está bien que te acostumbres a andar por ahí con los calzoncillos embarrados”.
“Ya verán cuando llegue mi mamá, le contaré todo lo que me han hecho para que las despida”, dijo José Ricardo mientras se limpiaba el trasero. Las hermanas se rieron al unísono. Socorro, poniendo voz de chica que conoce bien la calle, le respondió “es tu palabra contra la nuestra. Nosotros somos dos chicas maduras que trabajamos, tú un niño al que su mami le toma la temperatura por el trasero como si tuviera tres años. Creo que la elección es fácil”. José Ricardo solo pudo cerrar la abertura trasera de su pijama mientras lo devolvían a la cama.
Marisa llegó un par de horas después cargada de paquetes y contándole a Ana y a Socorro que la reunión se había extendido durante siete horas, pero al final había sido un éxito. Las chicas felicitaron a la señora de la casa. Marisa, después de dejar los paquetes lo primero que hizo fue entrar a la habitación de José Ricardo y lo encontró tapado hasta el cuello con su pijama de conejito rosado. “Qué lindo, te has puesto tu pijama de conejito”, dijo Marisa, poniendo voz tierna, “Te queda tan lindo. Date la vuelta, que vamos a tomarte la temperatura de nuevo” anuncio su madre. Le pidió a Ana que le trajera el termómetro y la vaselina ya Socorro un par de toallas para acomodarlo bien en la cama. “Mamá, no quiero que ellas me vean con el termómetro. Quiero privacidad”. “Ellas son mis asistentes y se pueden quedar si yo quiero”, contestó su madre, muy seria, mientras le daba la vuelta sobre las almohadas que había traído Socorro. Con el trasero sobresaliendo, Marisa le abrió la abertura trasera del pijama, le bajó los calzoncillos rosados, e introdujo el termómetro engrasado que le alcanzó Ana. José Ricardo quería desaparecer. No era la sensación de tener un objeto largo en su recto lo que le molestaba, sino lo increíblemente tonto y mariquita que debía estar pareciendo frente a dos chicas que seguramente contarían en su barrio, con todo detalle, sobre aquel chico de 12 años que su madre trataba como a un bebé y del que oficiaban, en la práctica, como niñeras.
“Tienes treinta y siete y medio. Ya estás mejor. Lo indicado sería que te dejemos solo para que puedas dormir y restablecerte”. “Pero mami, ni siquiera son las ocho, quiero quedarme despierto hasta más tarde”. Marisa no le hizo caso: apagó la luz y cerró la puerta para ir con Socorro y Ana a tomarse un café a la cocina. José Ricardo las escuchó reír en el pasillo y después todo quedó en silencio. Vestido de conejito rosa, en plena oscuridad, soltó un sollozo que nadie escuchó.
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