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Diario de José Ricardo III (por Dani)

 




Unas semanas después, ocurrió un incidente que José Ricardo no esperaba y que creía francamente superado. Una mañana de lunes despertó y sintió que el pantalón de pijama a rayas estaba mojado y caliente. Demonios, se había mojado la cama. No le ocurría al menos seis años atrás. Asustado porque alguien se diera cuenta, se quitó los pantalones y los calzoncillos blancos empapados. Para su horror, se dio cuenta de que también había mojado la cama y un poco el colchón. Tenía que solucionar el problema de una vez, así que cerró la puerta, volteó el colchón, le puso unas sabanas nuevas que fueran del mismo color que las mojadas, se cambió inmediatamente, y sacó de su cuarto la ropa de cama y la suya dentro de una bolsa, sin que nadie lo notara. Ahí vació todo entre pilas de ropa sucia; entre todas esas prendas estarían desapercibidas. Sin mayores problemas, se fue a la escuela. En el camino se preguntó qué es lo que habría pasado. Su conclusión fue que había sido un suceso fortuito, que no volvería a pasar. Cuando regresó a casa, nadie le dijo nada, su cama estaba seca y se fue a dormir en la noche con la mente en otra parte.

         Cuál no sería su consternación cuando al día siguiente, martes, volvió a amanecer mojado, esta vez realmente empapado, todo un naufragio. Repitió la operación encubridora del día anterior, pero esta vez la costó más lograr que nadie reparara en su percance, debido a sus mayores dimensiones. En el colegio no dejó de pensar en lo ocurrido, muy avergonzado por esa impensada regresión. Tal vez estaba tomando muchos líquidos antes de dormir. Sí, eso era. Se esforzaría por beber menos leche y agua en las noches y seguramente ese problema se solucionaría como vino. Pero el miércoles y el jueves volvió a pasar, y el viernes también. Era evidente que, a pesar de que había repetido su mecánica ocultadora, tarde o temprano su madre se daría cuenta. Y la verdad, fue más temprano que tarde, esa misma tarde de viernes. Marisa llamó a su hijo a conversar dentro de su cuarto.

         “Amor, hace unos días Ana y Socorro me han contado que estás mojando la cama. Es decir, las sábanas, el colchón y tus pijamas. Y eso no puede ser, ya tienen doce años. ¿Qué te está pasando?” dijo Marisa, sentada en la cama, con su hijo de pie frente a él. José Ricardo se sentía completamente abochornado: “No lo sé, mamá, he hecho todos los esfuerzos, pero no puedo evitarlo. Perdóname”. Marisa le tomó la mano y le sonrió. “Yo sé, bebé, sé que no lo haces a propósito, lo comprendo bien, nadie quiere despertarse mojado de orina. Pero el problema es que es muy desagradable tener a las chicas limpiando todos los días sábanas mojadas y malolientes, y además vas a arruinar tu ropa y el colchón. Por eso creo que la solución es tomar una medida quizá no muy agradable, pero es la única que se me ocurre hasta que esta etapa pase”.

         José Ricardo tuvo una terrible sospecha. Pero, de todos modos, preguntó cuál era esa solución no muy agradable. Marisa suspiró. “Creo que lo mejor es que uses pañales por un tiempo. Algunos niños de tu edad suelen usarlos. No te preocupes que nadie se enterará de nada. Solo yo, Ana y Socorro, por razones lógicas. Te ayudaremos a superar esta etapa y todo saldrá bien”. José Ricardo estaba horrorizado: “Mamá, tengo doce años, ya estoy grande. ¿No hay otra alternativa? Todo esto será muy humillante”. “Yo sé que al principio será complicado, pero no veo otra solución por ahora”, explicó, comprensiva, Marisa. “Solo yo te cambiaré e intentaré que nadie te vea en pañales. ¿Entiendes?”.

         José Ricardo salió del cuarto de su mami totalmente abatido, con las lágrimas pugnando salir de sus ojos. Se cambió el uniforme escolar y se puso la única ropa de entrecasa que tenía a su disposición: un short rojo con un polo naranja. Se calzó sus zapatillas blancas y se dirigió a la cocina para comer algo. Ahí se encontró con Ana y Socorro, quienes notaron que el chico ya se había enterado de la noticia. En realidad, habían sido ellas las que habían sugerido con entusiasmo la alternativa de los pañales. Le contaron a Marisa que tenían un sobrino de ocho años que se había comenzado a orinar en la cama y que su tía lo había disciplinado de esa manera, con excelentes resultados. “Pero Josesín tiene doce años”, replicó Marisa. “Señora, todavía es un niño, no hay mucha diferencia”, dijo con malicia Ana. Marisa lo pensó, les dio la razón y después les entregó un billete de a mil para que fueran al supermercado y compraran una bolsa de diez pañales grandes, además de otros implementos. Fueron y lo hicieron. Y tuvieron la libertad para elegir los modelos de pañales que consideraran los adecuados.

         Cuando José Ricardo entró a la cocina, lo primero que hizo Socorro fue revelarle que ya sabían todo: “Te vas a ver muy lindo con tus pañalitos. Te los hemos escogido nosotras. Ya los verás”. José Ricardo enfureció e intentó agredirla, pero en el camino Ana le recordó: “ah, no. Recuerda que, si nosotros te acusamos con tu mami de que nos has pegado, ella te dará una paliza con el culito desnudo, como hacen con los niños pequeños”. Solo eso logró sofrenar al chico, que se les quedó mirando con resentimiento. “No te pongas así”, le dijo Socorro, con ánimo provocador, “Será nuestro pequeño secreto. Nadie se enterará de tus mojadas de cama ni de tus pampercitos. Pero si te portas mal, créeme que todo quien entre a esta casa lo sabrá. Nosotros siempre sabremos cómo”. Ante esta amenaza, José Ricardo sintió que la columna se le helaba y se fue por donde vino.

         A las ocho de la noche, Marisa llamó a José Ricardo a su habitación. Él se olía lo que iba a suceder, pero no podía hacer nada para evitarlo, así que ingresó tímidamente. Se encontró a su madre, con su bonito vestido verde de verano, sentada en la cama. Sobre ella había unos pañales, unas cremas, talco y uno calzones plásticos. Todo era más humillante de lo que había creído. Los pañales tenían dibujos de las princesas de Frozen, y los calzones plásticos, aunque eran de color blanco liso, tenían pequeños encajes en las piernas. Marisa cerró la puerta, pero José Ricardo sabía muy bien que esas arpías de Socorro y Ana estarían cerca espiando y riéndose del ridículo destino que enfrentaba. Marisa le quitó los shorts y los calzoncillos blancos, dejándolo de pie, desnudo, frente a ella. José Ricardo cubrió su pequeño pene con una mano y con la otra se cubrió la raya del trasero. Su madre, antes de que él se diera cuenta, lo echó sobre la cama, le levantó las piernas y le echó talco sobre su cosita sin pelos y luego, con facilidad, lo volteó y le talqueó el traserito, esparciendo el polvo blanco alrededor de sus pompitas redondas. El preadolescente se sentía tan avergonzado que algunas lágrimas cayeron en silencio sobre el cubrecama.

         Marisa, finalmente, le cubrió las nalguitas con una crema fría, que según ella “era para eliminar la dermatitis del pañal”. Le puso los pañales grandes de Frozen y luego subió por sus piernas el calzón plástico. José Ricardo, así vestido, parecía un enorme bebé. Se miró en el espejo que su madre tenía en la pared del cuarto: se vio con su polo rojo, sus pañales y sus calzones plásticos tan amanerados, y sus zapatillas blancas. “Mamá, esto no es justo. Estos son pañales y calzones de niña. Socorro y Ana los han escogido mal a propósito”. “No digas tonterías, corazón”, dijo su madre, mientras pensaba en lo tierno que se veía josesito, tan lindo e inocente, como a ella le gustaba, “Cuando te llevé a ver Frozen te encantó. Tanto que no te molestaste cuando te compré calzoncillos con dibujos de la princesa Elsa o Ana”. José Ricardo se avergonzó más cuando le recordaron eso. Le había gustado Frozen, es cierto, pero no era algo que confesara a todo el mundo y no se esperó que su madre consiguiera esos calzoncillos, comprándolos de una página web china. Tuvo que ponérselos una temporada, cuidándose mucho de que nadie los viera, aunque una vez su madre lo hizo pasar un mal rato cuando llegó la tía Betania una tarde para tomar el café y le hizo ir por ellos y mostrárselos. Con la cara roja, José Ricardo regresó con su ropa interior en las manos. “Ay, que lindos calzoncillos, se parecen a los que mi hija Andrea usaba de niña”, dijo la tía Betania mientras los tocaba y admiraba. Quiso que se la tierra se lo tragara entonces. La tía Betania era la hermana mayor de su madre, y creía que su sobrino era un niño travieso y mimado que aún no podía ser tratado como un niño grande. Las evidencias lo confirmaban siempre.

         Resignado una vez más a su suerte, José Ricardo pidió sus pantalones cortos para salir del cuarto, pero cuando intentó subírselos no podía por el bulto de los pañales. Era demasiado grande para esos pantaloncillos apretados. Tuvo que salir del cuarto con los pantalones en las rodillas, con los calzones plásticos y los pañales en exhibición. Cuando se halló en el pasillo, Ana y Socorro lo esperaban y las burlas soterradas no se hicieron esperar:

         “Espero que te hayan gustado los pañales que te escogimos, Josesín”, le dijo Socorro, simulando simpatía por el atribulado mocoso, “Te escogimos los de Frozen para que puedas cantar “Libre soy” en tu cuarto, porque ya no tendrás que preocuparte por ser un meoncito”. Ana solamente reía ante cada una de las palabras de su hermana. José Ricardo corrió a encerrarse en su cuarto, al borde de las lágrimas. Se quitó la ropa, se acostó bajo las sábanas y se quedó dormido, como un bebé, solo con su pañal puesto.

         Al día siguiente, como a las ocho de la mañana, antes de irse a trabajar, Marisa pasó por su cuarto. Todavía estaba dormido, así que le levantó las sábanas y metió un dedo en el pañal. José Ricardo se despertó de un brinco al sentir un dedo ajeno en sus partes íntimas. “Perdón, Josesito”, dijo Marisa, retirando el dedo húmedo, “solo quería saber si te has mojado, y la verdad es que sí”, dijo, limpiándose con una servilleta. “Vamos a quitarte ese pañal todo sucio y a limpiarte”. José Ricardo no llevaba ni un minuto despierto y ya estaba con su mamá ahí, quitándole unos pañales mojados de orines, limpiándole las partes privadas con un trapito y poniéndole un calzoncillo blanco y apretado de los que usaban los niños de cinco años. Le sacó del closet un polo amarillo y un pantaloncito, muy breve, de jean, que era tan pegado y corto que parecía de niña. Tuvo que ponérselo, pues no era lo recomendable contrariar a su mamá; ella lo vigilaba hasta cuando no se encontraba ahí, mediante los ojos de Socorro y Ana, quienes la informaban de qué hacía, qué se ponía, etcétera. No podía ver ciertos programas en la televisión ni películas, ni jugar juegos de video violentos. No podía escoger la ropa que quería, no podía salir de la casa sin permiso, debía acostarse a las ocho de la noche cuando casi todos sus amigos del colegio no tenían horario para dormirse. Lo trataban como a un nene cuando ya estaba a punto de entrar a la adolescencia, no era justo. Y ahora, para empeorarlo todo, se orinaba en la cama y lo forzaban a usar pañales. Cuando llegó a la cocina para desayunar, solo estaba Socorro, preparando unos huevos revueltos. Miró sus pantaloncitos de jean con sorna, sus medias blancas hasta la rodilla, su estatura de niño de diez años y no de doce. “¿Despertaste mojado esta vez también, bebé?”, dijo, poniendo voz burlona. José Ricardo había aprendido que rebelarse o simplemente contestar nunca era un buen negocio para él en esa casa. Mientras desayunaba huevos, jugo de naranja y pan, pensó que nada podía ya ser peor de lo que estaba viviendo. Se equivocaba, por supuesto. Se equivocaba por mucho.

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