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Diario de José Ricardo (5) (Por Dani).

 

Ocurrió la mañana del cumpleaños número trece de José Ricardo. Él esperaba con mucha ilusión aquella jornada, pues sabía que sería una transición de la niñez a la adultez. En el caso de otros chicos este cambio es natural y ansiado, pero en lo que concierne a José Ricardo mucho más, pues su madre lo trataba como un niño pequeño de ocho años al que le compraba ropa para niños, le ponía programas para niños (a los doce años solo podía ver cosas como Mi pequeño Pony o Los cariñositos por la televisión) y apenas podía salir acompañado por su madre. Encima, en los últimos meses se orinaba en la cama, no entendía por qué, pero cada vez le ocurría con menos frecuencia. Igual, cuando reincidía su mami lo ponía en pañales para niños grandes algunas noches. Esta había sido una de ellas. Se levantó en su pijama de verano y fue al cuarto de su madre, que lo saludó y le dio algunos regalos. Uno de ellos fue muy simbólico: un par de pantalones largos, camisas de colores sobrios y lo más importante: cinco boxers a cuadros, ni muy largos ni muy cortos. Marisa le dijo que podía estrenar su ropa hoy en la fiesta de cumpleaños que iban a hacerle en el jardín en la tarde.

José Ricardo preguntó quiénes serían invitados a la fiesta. Marisa respondió que sus primas Jimena, Alexandra y Lourdes, quienes vendrían acompañadas de sus madres. Mientras ella las atendería tomando un café adentro, las chicas y él jugarían afuera. José Ricardo no se hallaba del todo contento con esto, pero la sola idea de poder vestirse por fin como un niño de su edad lo emocionaba demasiado como para quejarse. Regresó a su cuarto, se quitó sus calzoncillos morados con el dibujo de un payaso en el frente y se puso uno de sus nuevos boxers. ¡Qué bien se sentían! Se puso una tenida de ropa nueva y se miró al espejo: ese día su vida estaba por cambiar radicalmente, pensó.

Mientras tanto, a lo largo de la mañana Ana y Socorro se dedicaron a dejar todo listo para la celebración. Prepararon dulces y refrescos y pusieron las mesas afuera, en la terraza, cuando encontraron paseando cerca a la piscina a José Ricardo con su camisa celeste y sus pantalones crema. Ellas siempre se habían burlado del trato que su madre le endilgaba, e incluso habían participado activamente para volverlo más humillante e imaginativo en su punición, pero ahora debían aceptar que aquella divertida época había pasado y que en algún momento iba a suceder. José Ricardo se paseaba orgulloso, esperando que llegaran sus invitados, los cuales se apersonaron a las tres de la tarde.

Eran su tía Paula con su hija Jimena, una chica castaña y rellenita que había llegado con un vestido celeste de fiesta de verano cuya falda acababa unos tres o cuatro centímetros sobre sus rodillas. Luego llegó la tía Joanna y su hija Alexandra, una bonita niña rubia de padre inglés, alta y flaca y ataviada con un vestido rosado de verano plisado; y finalmente, la tía Olivia y su hija Lourdes, en un vestido verde claro tipo jumper que le llegaba hasta la mitad de los muslos. Marisa les pidió a las niñas que salieran al jardín a jugar y a tomar bocadillos y refrescos. Luego podrían darle los regalos que habían traído a José Ricardo. Este, al que no le había hecho mucha gracia que solo hubiera niñas en su cumpleaños, ahora sentía interés por estar cerca de ellas. No cabía duda que la adolescencia iba surtiendo efecto en él.

Jimena sugirió jugar vóley en la canchita que había al fondo del jardín. A José Ricardo le pareció bien, aunque no fuera su deporte favorito. Pronto se dio cuenta que de cuando Lourdes saltaba podía entrever su ropa interior de color blanco, un calzón de algodón que parecía liso. Lo mismo sucedía con Alexandra, que al intentar ir por una pelota difícil mostró sus calzones amarillos, también de algodón; Jimena, que jugaba en el mismo equipo de José Ricardo, intentaba que la falda no se levantara y la empujaba para abajo con ambas manos. Jugaron media hora, y aunque José Ricardo pudo ver en más de una ocasión los interiores de Lourdes y Alexandra, se quedó con las ganas de ver los de Jimena.

El siguiente juego, propuesto por Lourdes, fue jugar a las escondidas. José Ricardo ya no tenía ganas de discutir, solo de jugar con ellas y seguir ganándose con las vistas que las chicas ofrecían. Lourdes estableció como base un rincón del jardín que tenía unos montículos de tierra. José Ricardo sabía que ese era un hormiguero, un hormiguero enorme de hormigas rojas que habían hecho sus dominios alrededor de las madrigueras. La picadura de esas hormigas, por lo demás voraces, era fuerte y dolorosa. Por eso él prefería jugar lejos de esa parte del jardín. Pero por alguna razón no dijo nada. Se ofreció para contar hasta cincuenta y todas se escondieron por los parajes del jardín. Las buscó vencido el plazo, y no logró atrapar a ninguna: estuvo a punto de hacerlo con Jimena, pero esta se arrojó a la base con las justas, cayendo de trasero, con los muslos descubiertos, matándose de risa. En el segundo intento, casi atrapa a Alexandra, que se deslizó hasta la base, sobre el pasto alto. A la cuarta jugada, luego de que todas hubieran estado sentadas un momento en la base, José Ricardo notó que Jimena, rascándose los muslos, le decía algo en secreto a Lourdes, y que ella asentía. Luego Alexandra, también en voz muy baja, les dijo algo más y todas asintieron. “Ya regresamos, José Ricardo” dijo Alexandra, “espéranos”. Las tres entraron a la casa y lo dejaron solo en plena tarde.

            José Ricardo intuía lo que ocurría pero quiso estar seguro. Una fuerza extraña lo llamaba a investigar. Entró a la casa siguiéndolas y se las encontró hablando con sus madres en la sala de estar. Decían las cosas en voz baja, pero la cara de las madres anunciaba que las chicas estaban en problemas. Madres e hijas, acompañadas por Marisa, salieron de la sala con rumbo indeterminado. Solo se quedaron ahí Ana y Socorro recogiendo los platos. José Ricardo les preguntó qué sucedía. Socorro, mientras limpiaba un cenicero, le dijo “tus primas se sentaron en el hormiguero y las hormigas les picaron y se les metieron por debajo del vestido y por los calzones. Sus mamás van a estar limpiándolas en el baño. Así que tendrás que esperarte”.

            Cuando Socorro le contó esto, José Ricardo sintió una pulsión en el bajo vientre poderosa que lo hizo sacudirse. La idea de que en ese momento las chicas fueran a desnudarse en el baño, a unos metros apenas, lo emocionó y su mente corrió a mil por hora: recordó que el baño tenía un tragaluz al que era fácil acceder por la terraza del segundo piso. Fue hacia allá sin decirle nada a nadie. En el rincón más extremo de la terraza estaba el tragaluz, felizmente abierto. Sin miedo a mancharse del polvo del suelo de cemento, José Ricardo se echó y se dio cuenta de que tenía una magnífica vista del baño. Y justo en ese momento entraba la tía Olivia con Lourdes.

            La tía Olivia le pidió a su hija que se subiera en el inodoro y se subiera el vestido verde claro. Lourdes lo hizo, dejando al aire su calzón blanco entallado. José Ricardo descubrió que en la cintura y las piernas llevaba unas blonditas. Se quedó sin aliento al contemplar a su prima enseñando sus piernas -en las que se notaban algunas picaduras de hormigas, sus calzones y la cintura delgada. Más conmoción le causó a José Ricardo que la tía Olivia le ordenara quitarse el calzón para limpiarlo de hormigas. Su corazón se puso a mil. Lourdes se fue bajando el calzón por las piernas y luego se lo entregó a su mami. Mostraba un trasero compacto y bonito mientras su mamá sacudía el calzón y se aseguraba que no hubiera ninguna hormiga en él. Luego le ordenó a su hija que se inclinara y le rebuscó entre las nalgas para asegurarse de que no hubiera ningún bicho ahí dentro. Cuando se aseguró de que su hija estaba bien limpia, le devolvió el calzón y le dijo que se lo pusiera. Lo hizo y salieron. José Ricardo a esas alturas sufría de una erección que lo obligó a levantar ligeramente la entrepierna del suelo.

            La segunda en entrar fue Alexandra, junto a la tía Joanna. Al cerrar la puerta, no le ordenó que se subiera al inodoro, sino que se agachara apoyando las manos en él. Cuando lo hizo, la tía Joanna le levantó el vestido rosa y dejó a la vista sus calzones amarillos de algodón. José Ricardo, sin darse cuenta, se llevó la mano hacia el pene y empezó a tocarse. Los muslos de Alexandra estaban aún más poblados de picaduras, e incluso una hormiga caminaba por la parte posterior del muslo derecho; la tía Alexandra la eliminó de un manazo. Luego le bajó los calzones a Alexandra hasta las rodillas, dejando en exhibición un traserito delgado pero encantador, de niña larguirucha. La mamá revisó que no hubiera insectos en el totorrete de su hija y luego revisó minuciosamente sus calzones. Alexandra miraba al frente, esperando sin hablar que todo termine. José Ricardo se seguía tocando y por momentos pensó que su pene iba a estallar de lo inflado y duro que estaba. Nunca había experimentando una erección semejante. La tía Johanna le subió los calzones amarillos a Alexandra y devolvió el vestido rosa a su lugar. Luego salieron.

            Llegó entonces el turno de Jimena, quien entró al baño con la tía Paula. Solo verla entrar hizo que su excitación se incrementara geométricamente. La tía Paula se sentó en el inodoro y le pidió a su hija que se echara en su regazo. Así lo hizo. Entonces la tía Paula le subió el vestido celeste, dejando a la vista un calzón de flores de varios colores con fondo blanco. José Ricardo cerró los ojos y resopló. Tenía el pantalón desabrochado y las manos dentro de su bóxer. Jimena se retorció en el regazo de su mami, incómoda por la posición infantil en que se hallaba. Sus muslos gorditos tenían unas cuantas picaduras. La tía Paula le bajó los calzones hasta las rodillas, dejando a la vista un traserito blanco y respingón. Al verlo, José Ricardo sintió que su cuerpo temblaba, que su pene se galvanizaba, que pronto eso debía llegar a otro nivel. La tía Paula le sacudió una hormiga al trasero de su hija y luego revisó los pliegues del calzón, buscando algún otro bicho. Seguidamente, abrió con los dedos las nalgas de Jimena, dejando ver su ano limpio. Fue demasiado para José Ricardo. Eyaculó como un torrente, lo que le impidió silenciar un profundo gemido que fue su perdición: la tía Paula lo sorprendió en el tragaluz y sin hacer mayor escándalo le subió el calzón a Jimena, la puso en el suelo y salió. José Ricardo sabía que estaba perdido. Sin limpiarse salió corriendo de la terraza, sabiendo que cuando bajara al primer piso le esperaban pésimas noticias.

 

(continuará)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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